Os hablo desde un futuro que, siendo
sincero, nunca vi tan lejano aquel día en que un simpático profesor de TIC nos
invitó a reflexionar sobre la educación en 2030. En ese momento, recuerdo que
pensé en un futuro no muy diferente a ese presente de 2016; un marco educativo semejante
a aquel modelo prusiano con el que empezó todo allá por el siglo XVIII y que
pretendía formar trabajadores útiles para el sistema más que crear personas que
pensaran por sí mismas. Imaginé un mañana donde la mayoría de los docentes,
acomodados en su plaza fija tras haber superado una criba llamada “oposición”,
seguían intentando enseñar en lugar de ayudar a que los alumnos aprendieran de
forma autónoma; un mañana donde los alumnos olvidaran los contenidos que nunca
aprendieron por culpa de algo que no podían controlar; un mañana donde los
índices españoles de abandono y fracaso escolar continuaran superando la media
europea.
Esa misma noche, tras darle más
vueltas de las necesarias a la cabeza debido al pesimismo imperante en mis
pensamientos, conseguí dormir para despertar en un sueño -ese lugar donde lo
objetivo se deforma para hacer verdad aquello que parece improbable o,
directamente, imposible-. De repente, aparecí en un aula donde cientos de ojos
me miraban fijamente proyectando en sus pupilas entusiasmo e interés en mí. Iba
a decir no sé bien qué cuando el timbre de aquel desconocido centro puso fin a
la supuesta lección y me permitió mantener en secreto mi desconcierto. Sabía que
ese instituto me resultaba familiar; de forma apresurada, salí del aula, recorrí
el pasillo, bajé las escaleras y me detuve frente a las orlas de alumnos graduados
años anteriores; ahí, en ese instante, logré vislumbrar en la esquinita de una
de ellas a un joven sin barba que lucía una sonrisa algo forzada: era yo, y ese
era mi antiguo instituto.
En cuanto a su apariencia física, no
aprecié una gran diferencia entre aquel edificio, donde aprobé algún que otro examen más que aprender ciertos conocimientos, y ese sitio donde me
encontraba ahora más que alguna que otra capa de pintura y la subjetividad con
la que Morfeo impregna su mundo. Sin embargo, a lo largo del día observé más
disconformidades de las esperadas: en mi recorrido, vi a un profesorado joven e
interesado en los estudiantes, lecciones que se salían del canon mediante el
uso de una tecnología a nuestro alcance
y actividades originales con las que el alumnado parecía disfrutar, una
biblioteca llena de estanterías vacías de libros prestados. En definitiva,
sentí cómo un aura de aprendizaje inundaba el centro de aquello que nunca se
debió perder de vista: el conocimiento y la pasión que conlleva trabajar con
ese material, a veces tan frágil y otras, tan resistente.
A la mañana siguiente volví a sumergirme
en aquello en lo que había reflexionado el día anterior aunque, esta vez, de un
modo más optimista. Me dio por pensar que, quizás, esa educación presente en mi
sueño no estaba tan lejos y, también, que estaba en mi mano y en la de las nuevas
generaciones hacerla posible. Ahora os hablo desde ese futuro gris teñido de
verde que en el pasado imaginé; para aquellos tecnófilos: lo siento, los coches
siguen sin volar y los robots aún no son protagonistas (ni siquiera actores
secundarios); sin embargo, dejadme que os diga que aquel cambio en educación
exigido, tal vez, desde hace demasiado tiempo, es un hecho. Creedme si os digo
que una educación diferente es posible y que podemos hacerla realidad desde el
momento en que aceptemos que el camino no es el correcto y la metamorfosis
educativa es necesaria.
Desde este futuro, para mí tan
presente, hago un llamamiento a las generaciones futuras y al cambio: asumamos
nuestra responsabilidad y luchemos por una didáctica de calidad que configure
personas capaces de observar el mundo en el que vivimos desde una perspectiva
crítica y no zombis manipulables al servicio de aquellos que manejan los
hilos. Es el momento, hoy aún estamos a tiempo, mañana quizás sea tarde,
hagamos de esta quimera una realidad.