Ir al comienzo de mi andadura lectora supone remontarme a una de esas
noches donde te acostabas pronto, encendías la luz de la mesilla de noche y
abrías un libro con poco texto y muchas imágenes. Creo recordar que mis
primeros libros no fueron otra cosa que reproducciones escritas de aquellas
famosas películas de Disney que todos conocemos y que, por aquel entonces, yo
ya había visto un sinfín de veces. Tras esta etapa prematura, también recuerdo leer
la colección entera de Manolito gafotas,
acompañado siempre de su hermano apodado “el imbécil”. En este periodo, aún
introductorio, también tuvieron hueco en mi estantería las rimas de Gloria
Fuertes, como ese felino que además de gato también era araña, y las aventuras
a modo de cómic de Asterix y Obelix.
Poco a poco los libros fueron abriéndose paso en mi infancia hasta llegar
al instituto donde las lecturas académicas conformaron la mayor parte de mi
intertexto lector. Novelas donde primaba por encima de todo la agilidad y el
entretenimiento, rasgos propios de la literatura juvenil. Algunos títulos que
recuerdo son, por ejemplo, La selva maldita,
Cordeluna o ese Sabueso de los Baskerville
que provocó algún que otro insomnio, entre otros muchos que, además de
entretener, intentaban ofrecer ciertos valores morales. Después, también desde
la escuela, llegaron las famosas adaptaciones de los clásicos de la literatura
española como esa de El Lazarillo o
aquella otra de El Quijote donde
nuestro protagonista no era ni hidalgo ni caballero. Casi finalizando
bachiller, a través de la literatura universal, conocí a Shakespeare y no dudé
en ser o no ser alguien que leyera Hamlet.
Siempre compaginé la lectura académica con la poesía, esa forma expresar
todo apenas sin decir nada, mediante antologías que, hasta encontrarme, solo
acumulaban polvo en su tapa. La entrada a la carrera significó todo un mundo de
posibilidades literarias, desde autores ya conocidos hasta obras de las que
nunca había oído hablar. La literatura hispanoamericana, por su parte, supuso un
grato descubrimiento para mi intertexto lector, virgen en este terreno. En esta
vorágine de páginas me gustaría mencionar El
túnel de Sábato, ese loco argentino que lleva la introspección de sus
personajes al límite y San Manuel Bueno,
mártir, donde Unamuno ofrece una reflexión pura sobre la religión. Sé que
no son dos obras canónicas ni tampoco demasiado extensas, quizás por eso me han
marcado tanto; porque dicen demasiado en muy poco. En esta dinámica existencialista,
también tiene sitio El lobo estepario de
Herman Hesse. En síntesis, obras con análisis psicológicos profundos y
personajes originales que solo se alejan de la realidad mediante divagaciones
cercanas a la esquizofrenia.
Antes de terminar, también me gustaría poner de relieve el teatro español
de la segunda mitad del siglo XX como esa obra de arte de Sanchis Sinisterra llamada
¡Ay, Carmela!, espejo de las
vergüenzas de una España oprimida por el régimen, o esa otra crítica a la
pasividad vivencial plasmada en Historia
de una escalera. Hasta aquí mi camino lector, que como diría Machado, solo
se hace al seguir andando, al seguir leyendo.
Te leo y me viene mi imagen de niño también leyendo Manolito Gafotas y Asterix y Obelix. ¡Qué recuerdos! El lobo estepario lo tengo pendiente desde hace tiempo, va a ser hora de darle caza. ¡Buena entrada Juan!
ResponderEliminarMuy buena entrada.
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